#EnTwitterNoDebato

¿Sabes cuando en una conversación vas a decir algo, coges aire, y luego decides que mejor no y exhalas? Me pasa todo el tiempo en Twitter, cuando leo cualquier cosa de cualquier tema de actualidad. El otro día lo hice hashtag: #EnTwitterNoDebato, y creo que voy a usarlo con frecuencia. En 140 caracteres no hay espacio para matices ni argumentos complejos, y además el personal está ahí con el colmillo afilado, dispuesto a lanzarse contra cualquier tweet que le huela a enemigo, y a mí me da pereza pelearme. Como no dejo de decir en cualquier radio que quiera entrevistarnos a cuenta de El verano de nunca acabar, las redes sociales han dado alas a la polarización. Si te suena la idea es porque también lo dice Soto Ivars, que creo que va a más radios.

Así que en twitter ya no debato porque creo que no sirve de nada, y lo que estoy planteándome ahora es si en algún sitio sirve de algo debatir. A ver, que a todos nos gusta un buen espectáculo con su conflicto, su alfa y su bajoperro; a todos nos gusta ver a nuestro paladín darse de leches con el paladín del otro. Pero el nuestro no dejará de ser nuestro porque pierda el debate. De hecho, nunca pensaremos que lo ha perdido. La coña en el libro era “Prueba la modalidad cara a cara, debatiendo con un visitante del otro bando; o la modalidad cuerpo a cuerpo (según el reglamento de la Federación Española de Kickboxing). El cara a cara incluye una encuesta online que te declara ganador del debate por abrumadora mayoría.”

No sé, quizá presenciar un debate –argumentos de un lado y de otro, y la fotogenia de quien los expone- te haga cambiar de opinión, si es sobre un tema que no te importa mucho. Viendo las reacciones que suscitan en otros las palabras “nacimiento parcial”, o que suscita en mí “heteropatriarcado”, creo que sobre lo fundamental nunca se cambia de opinión. Y aunque lo primero que te sale es pensar que el otro está tonto, y que no le furula el cerebro, acabo de descubrir que lo que pasa es que le furula divinamente.
Y es que EL CEREBRO NO ESTÁ PARA LLEGAR A LA VERDAD. Lo dice la neurociencia, y me enteré en un artículo de Elizabeth Kolbert en el New Yorker.

En su libro “El enigma de la Razón”, Hugo Mercier y Dan Sperber exponen que la ventaja del ser humano sobre otras especies es su capacidad para cooperar. Y la cooperación es difícil de implantar y aún más difícil de mantener, porque lo que nos sale a todos del alma es hacer cada uno la guerra por su cuenta. El cerebro evolucionó no para resolver problemas abstractos, ni para sacar conclusiones de datos nuevos, sino para lidiar con los problemas de vivir en grupos colaborativos: “El razonamiento es una adaptación a los nichos hipersociales a los que los humanos han evolucionado”.

Por ejemplo, el “sesgo de confirmación”: la tendencia a agarrarte (me agarro a la quinta enmienda) a la información que apoya tus creencias, y desestimar la que la contradice. Un experimento en Stanford dio dos estudios estadísticos sobre la pena de muerte –uno a favor, otro en contra- a dos grupos de estudiantes: uno a favor y otro en contra. Los estudios, inventados, presentaban estadísticas inventadas y diseñadas de forma que tuvieran la misma pinta de creíbles. Resulta que los que estaban a favor de la pena de muerte calificaron los datos anti pena de muerte de poco convincentes, y los que estaban en contra pensaron también que el estudio que daba datos a favor era poco convincente. Al final del experimento, los estudiantes tenían que confirmar su postura y –sorpresa- en ambos casos habían reafirmado y extremado su postura inicial. Otros estudiosos, Jack y Sara Gorman, dicen que este sesgo de confirmación hasta puede tener un componente fisiológico: experimentamos un pico de dopamina cuando procesamos información que apoya nuestras creencias.

Mercer y Sperber usan el término “sesgo de mi-bando”. Cuando a los humanos se les presenta el argumento de otro son muy buenos detectando su punto débil, pero en cambio están ciegos a las debilidades del propio. Ellos lo achacan a que para nuestros antepasados lo más importante era que no te dieran por saco, metafóricamente, otros miembros del clan (y que te mandaran a cazar mamuts mientras ellos se quedaban, tan panchos, en la cueva). Lo bueno no era tanto razonar sino ganar en las discusiones. Pero, claro, no tenían que lidiar con decisiones sobre la pena de muerte, ni manejarse con estudios inventados ni noticias falsas. Ni twitter.

Sigo fusilando el artículo del New Yorker. Sloman y Fernbach, otros científicos que imagino respetables, publicaron “La ilusión del conocimiento: por qué nunca pensamos solos”. Hicieron otro experimento en Yale: pidieron a los estudiantes que calificaran su conocimiento acerca de cosas cotidianas como el funcionamiento de un retrete. Todo el mundo se consideró un experto. La segunda parte del experimento era detallar, paso a paso, cómo funcionaba un retrete. Y fue entonces cuando descubrieron que no tenían ni puñetera idea. Sloman y Fernbach lo llaman “la ilusión de profundidad explicativa”: creemos que sabemos mucho más de lo que sabemos. Lo que nos permite mantener esta creencia es otra gente: llevamos fiándonos de los demás desde que descubrimos cómo cazar mamuts en grupo. Alguien ha diseñado un retrete, pues estará bien diseñado. Colaboramos tan bien que no sabemos dónde acaba nuestro conocimiento y dónde empieza el de los demás. A medida que se crearon nuevas herramientas, aparecieron nuevos espacios para la ignorancia: si todo el mundo hubiera querido saber los principios de la metalurgia antes de coger un cuchillo, mal. Así que esta ilusión de profundidad explicativa tuvo su punto, en su momento.
Donde empiezan los problemas, según Sloman y Fernbach, es en política. Porque una cosa es tirar de la cadena sin saber cómo funciona el mecanismo, y otra es votar a favor o en contra de algo, sin saber. Otro experimento curioso: en 2014 se pidió a americanos que dijeran cómo debía reaccionar Estados Unidos a la anexión de Crimea por parte de Rusia, y también que situaran Crimea en un mapa. Cuanto más despistados andaban sobre dónde estaba Crimea, más claro tenían que USA debía intervenir militarmente.

“En general, las convicciones muy firmes no surgen de un conocimiento profundo”, escriben Sloman y Fernbach. Y aquí, nuestra dependencia de otras mentes refuerza el problema. Si tu opinión sobre algo no tiene ninguna base y yo confío en ella, entonces mi opinión tampoco tiene ninguna base. Y si convencemos a un tercero, su opinión tampoco la tiene, pero ahora que somos tres ya estamos mucho más sobrados con nuestra postura. Si descartamos como “poco convincente” cualquier opinión contraria, lo que tienes es la Administración Trump, dice Elizabeth Kolbert en el artículo, aunque yo creo que también es aplicable a cualquier grupo humano cerril, que ya he dicho que en twitter lo parecen todos.
“Así es como una comunidad de conocimiento puede resultar peligrosa”, dicen Sloman y Fernbach. Han probado el experimento del retrete, pero sustituyéndolo por políticas públicas como implantar la Seguridad Social obligatoria o pagar a los docentes según resultados. Los participantes debían indicar su postura inicial en función de lo convencidos que estaban a favor o en contra. A continuación tenían que explicar, con todo el detalle que pudieran, el impacto de estas medidas. La mayoría de la gente aquí se lió, y cuando les pidieron que volvieran a calificar el grado de convicción en su postura, resulta que ya eran mucho más moderados…

Sloman y Fernbach ven en esto un rayo de esperanza, pero yo lo veo de difícil aplicación: fuera de un experimento científico, a ver cómo consigues que alguien pase un rato intentando explicarte honestamente y sin ánimo de convencerte las repercusiones de una iniciativa política, y acabe dándose cuenta de que no lo tiene tan claro como cree.
Con este cerebro trucado que por lo visto tenemos dudo que el debate, aunque sea presencial y cerveza en mano, vaya a conseguir ponernos de acuerdo o que nos bajemos de nuestra burra. Y sin embargo, fuera de las redes sigo discutiendo con amigos que no piensan como yo. A veces, lo reconozco, como en el experimento del retrete: si no rebato sus argumentos y solo pregunto quizá alguna vez se topen con sus propias lagunas. Pero aunque no sirva para que cambien de opinión, el debate con amigos siempre es útil: que gente a la que quiero piense semejantes chorradas me hace menos hostil hacia aquellos que en twitter dicen chorradas similares. Y a la inversa: creo que la gente que me quiere y que sabe cómo pienso es menos hostil con los que en twitter dicen lo que pienso yo. Tenemos la gran suerte, mis amigos y yo, de tenernos.

El problema no es que pensemos distinto. El problema no es que haya dos Españas, si las hay. Ochoas y Santamarías, izquierda caviar y derecha ultramontana, porcícolas y calabaceros, los de Alhorín del Cerro y los de Meneos de Muñón. El problema es que, por sus ideas, sean incapaces no ya de tenerse cariño sino de convivir. Las redes sociales son el peor lugar del mundo para querer a la gente que no piensa como tú. Volvamos a los bares y las calles, a matar el rato juntos en las plazoletas, volvamos a hacer la mili. Volvamos a la Uno y el UHF como mucho, a hacer cola en las mismas tiendas del barrio y a viajar en horas punta en el mismo autobús. Vamos a rozarnos, porque arden las redes y de esta mala leche generalizada no nos salvará el cerebro. Nos salvará, si eso, el corazón.

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