Yo no es que haya salido mucho en la prensa, pero aunque no haya mucha competencia puedo jurar que el periódico con mejor nombre en el que he salido jamás es el Correo del Orinoco. Ese nombre me recuerda a Maqroll el gaviero, y a atardeceres en una playa de Margarita y a la canción de Enya, y Orinoco es también el nombre del barco en el que podía haberse marchado Lorca de España en febrero del 36. Lo sé porque estuve trabajando en un guión donde el personaje de Lorca mencionaba “embarcar en el Orinoco” (claro que no lo veíamos porque era tele, y de qué íbamos a poner un barco de época en un puerto de época, ahí, para que diga “Pues al final no me subo”).
Luego el Orinoco, o más bien la mención a un Orinoco fuera de pantalla, se cayó del guión. Como se cayeron unos cuantos personajes, varias subtramas, y un amanecer en el Teatro Griego que iba a haber sido bonito, bonito. Llegaron otras cosas, ¿eh?, cosas bien bonitas también, a la película. Pero desde entonces para mí Orinoco significa también un arca de Noé al revés, donde embarcan criaturas desahuciadas que no tienen hueco en el mundo.
El Orinoco ha seguido albergando tantos personajes, secuencias, gags y localizaciones de otros proyectos que es una suerte que no tenga que zarpar a ningún lado, porque se hundiría fijo. Ahí sigue, amarrado al muelle, esperando por si algún día alguno de sus pasajeros es reclamado en tierra. Imagino su cubierta atestada, el barullo de las risas de todos esos chistes podados, bajo la luz mágica de los amaneceres que se quedaron en interior día, con toda esa gente que tenía tanto encanto y que aportaba tan poco a la trama principal. El Orinoco es un limbo feliz porque la idea, sin tener que adaptarse a los rigores de la materia, es casi siempre perfecta. Por eso los imagino a todos pasándolo en grande y observando, con suficiencia, a los animales que sí que repoblaron la tierra. Seguros de que, con ellos, el mundo post diluvio hubiera sido muchísimo mejor.